[Egresados] Una reflexión sobre donde está el espíritu critico la Universidad

Roberto Varela FCAL varelar en fcal.uner.edu.ar
Vie Mayo 21 17:30:38 -03 2021


LOS UNIVERSITARIOS DE LA PANDEMIA, ENTRE LA RESIGNACIÓN Y EL SILENCIO
Por Luciano Román

La Nación

Los universitarios se han quedado sin universidad. Sin embargo, parecen 
aceptarlo con una pasiva resignación. Aunque la historia los muestra 
como el sector más rebelde, contestatario y movilizado de la sociedad, 
una extraña atmósfera de silencio y conformismo se observa, esta vez, 
alrededor de universidades desiertas.

El universitario es el único estamento educativo que no ha hecho ni 
siquiera el intento de retomar, con protocolos adecuados, la actividad 
presencial. Solo funciona –en una versión “de baja intensidad”– la 
mecánica de clases, seminarios y mesas examinadoras en el formato 
virtual. No es necesario detallar en qué medida se ha empobrecido la 
vida universitaria al suprimir –por tiempo indefinido– el encuentro 
“real” de estudiantes y profesores, la interacción entre los propios 
universitarios, la práctica en laboratorios, las asambleas o las salas 
de lectura. Miles de estudiantes de Medicina han aprobado Anatomía sin 
tocar un hueso. Es posible que, a este ritmo, tengamos las primeras 
“promociones virtuales” de ingenieros, médicos, odontólogos o 
arquitectos. La universidad se habrá encogido, así, hasta alcanzar la 
dinámica de los cursos por correspondencia. ¿Sus títulos valdrán lo 
mismo en el mercado laboral? Una pregunta que hoy nadie se formula.

La burocracia que gobierna las casas de estudio deberá responder alguna 
vez por este cierre indefinido que ya lleva 15 meses. Pero el 
interrogante que tal vez debamos formularnos es ¿por qué las juventudes 
universitarias aceptan con tanta pasividad y mansedumbre esta pérdida 
irreparable en su proceso de formación? Una minoría lo hará por 
afinidades ideológicas: adhieren al cierre de universidades por 
compromiso con un oficialismo que ha decidido “militar” la parálisis 
educativa como una supuesta estrategia de cuidado sanitario. Lo han 
convertido en un dogma y un eslogan, aunque las evidencias demuestren 
que las aulas cerradas no atenúan la curva de contagios. Pero el 
silencio excede a las minorías militantes. ¿Tiene que ver con el 
espíritu de una generación que ha perdido la esperanza en el país y cree 
que rebelarse y discutir el statu quo no tiene sentido?

Mientras el cierre de escuelas ha promovido una saludable reacción 
ciudadana y un fuerte debate público, el de las universidades pasa casi 
inadvertido, como si no hubiera matices, discrepancias ni reacciones 
ante un confinamiento eterno que no se verifica en ningún otro sector. 
¿Dónde están los “universitarios organizados”?

Hay millones de jóvenes que se sienten “una generación en tránsito”: 
piensan en recibirse rápido para emigrar con el título bajo el brazo. 
Tal vez esta universidad que despacha cursadas y recibidas por Zoom les 
ofrezca un atajo más directo a ese proyecto de salida. En ese caso, la 
pasividad ante el cierre de las facultades quizá sea la expresión de una 
especie de exilio anticipado de amplias franjas de la juventud 
argentina, que ya no se sienten parte, que miran al país con prematuro 
escepticismo y que no creen que valga la pena dar ninguna pelea más allá 
de sus objetivos prácticos. Quizá también sea un silencio cómodo, que 
conjuga con el espíritu de una generación que demora la ida de la casa 
de sus padres, elude los compromisos rígidos y milita la corrección 
política desde su teléfono celular.

Hay, entre los universitarios, una mayoría silenciosa que reniega, con 
razón, del activismo militante. Lo ven anclado en un ideologismo 
dogmático, con reivindicaciones ramplonas de un setentismo desquiciado. 
Pero frente a esos reparos saludables cabría otro interrogante: ¿la 
única forma de alejarse de los extremos y dogmatismos es desentenderse 
del compromiso y el debate? ¿No se les deja así el camino libre a los 
sectores más ideologizados para que lleven la voz cantante?

Buena parte de las minorías militantes también se sienten cómodas con el 
silencio. Sin ninguna fidelidad al espíritu universitario, ejercen la 
obediencia con el poder de turno, al que no buscan incomodar; mucho 
menos, confrontar. El kirchnerismo –se sabe– ha colonizado con dinero y 
con eslóganes a una importante porción del ecosistema académico. La 
principal organización política juvenil (La Cámpora) no se ha forjado 
“en la lucha” ni a la intemperie, sino al abrigo del poder y en el 
confort de los cargos. Hay, sin embargo, agrupaciones con larga 
tradición en la política universitaria que no han sido cooptadas por el 
oficialismo y, sin embargo, no parecen promover ningún debate 
consistente, más allá de algunas posiciones valientes pero aisladas. 
Hasta han tolerado, sin mucha discusión ni pataleo, que les metan a 
Boudou a dar cátedra en la UBA. Esos sectores universitarios que han 
protagonizado rebeldías históricas, que promovieron la Reforma del 18, 
que han sido siempre sensibles a la defensa de la autonomía 
universitaria, que han vivido en ebullición y han cultivado el espíritu 
asambleario, hoy se muestran dóciles y resignados ante un paisaje de 
facultades cerradas en las que nadie discute ni debate nada. Los centros 
de estudiantes están en estado vegetativo.

El silencio también domina a un cuerpo docente que parece anestesiado. 
¿Todos piensan igual? Hace tiempo que cierta uniformidad se ha apoderado 
de los recintos universitarios, donde el pluralismo, la diversidad, los 
contrastes y las divergencias deberían encontrar –por el contrario– un 
especial caldo de cultivo.

Ni los estudiantes ni los docentes parecen poner en discusión el hecho 
de que funcionen los clubes, pero no los campos de deportes 
universitarios; las librerías comerciales, pero no las bibliotecas de 
las facultades; los restaurantes, pero no los comedores estudiantiles; 
los laboratorios privados, pero no los de los centros o institutos de 
investigación. Nadie plantea, tampoco, por qué los profesores que ya han 
sido vacunados (o los que no integran los grupos de riesgo) no pueden 
empezar a dar clases presenciales. Las fórmulas intermedias no parecen 
exploradas: el cierre es total y absoluto; lo mismo para facultades 
chicas que para las más grandes; para cátedras que trabajan al aire 
libre que para las que funcionan en espacios cerrados; para materias que 
exigen práctica y experimentación que para las que son puramente 
teóricas. En lugar de ofrecer modelos innovadores, con esquemas mixtos 
de presencialidad y virtualidad, la universidad (sin ninguna creatividad 
ni sofisticación) se ha aferrado a una medida rústica y primitiva: 
candado hasta nuevo aviso.

El sistema universitario parece verse a sí mismo como una casta 
privilegiada escudada detrás de un discurso pseudoprogresista. “Militan” 
el cierre de aulas, pero no tolerarían que el recolector de residuos 
dejara de pasar por la puerta de su casa. Hacen una bandera de “la 
defensa de la universidad pública”, pero no se consideran “esenciales” 
en esta situación de emergencia. Quizá se sientan parte de eso que ha 
definido con pasmosa sinceridad Carlos Zannini: “Personalidades que 
necesitan ser protegidas por la sociedad”.

Los jóvenes aceptan esta “universidad minimalista”, atomizada y 
encapsulada en el Zoom, sin reclamar su derecho a recuperar una vida 
universitaria que implica mucho más que avanzar casilleros en la carrera 
hacia un título de valor incierto. Entender las causas de ese silencio 
quizá nos lleve a encontrarnos con una generación que no ve un horizonte 
en la Argentina, que está instalada en el desencanto y que percibe la 
universidad como un lugar de paso; apenas una escala en un viaje hacia 
otra parte. En ese silencio quizá se esconda el fracaso de un país en el 
que, por primera vez, el futuro luce peor que el pasado.



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